
¿Suerte?
Y anoche, me guiñaste un ojo mientras al piano desgarrabas tu voz al son de una canción única para los dos, estoy segura.
Se llamaba Javier y tenía una Harley. No recuerdo mucho acerca de nuestra relación pero nunca olvidaré lo que sentí cuando subí por primera vez a aquella moto.
Hacía tiempo que no salía a la calle a caminar sin rumbo, de un lado a otro, sin más pretensión que la de dejar que mis pies fueran los que me guiaran hacia una meta no decidida.
Si algún día puedo soñar con dinero, si algún día puedo hacer realidad mis sueños, ese día montaré un bar, de esos antiguos en los que nacen canciones de puños con letras que duelen al escribirlas por ser realidades, por ser sentimientos, por ser verdad.
Sueñas y se te eriza la piel. 
Puedes tener todas tus ilusiones puestas en algo que sea tan efímero que sólo con imaginarlo se desvanezca, como esas palabras de amor que guardaste en el momento equivocado y que, hoy, si las hubieras pronunciado, hubieran cambiado tu presente, lo que en un entonces fue futuro y lo que, en un antes, fue después.
Sé de vivir, un poquito, una miajita. Y ya ves tú, el tiempo pasa y día a día sé un poquito más.
Vestido con un traje negro de la última colección de una conocida marca de ropa cuyo precio superaba con creces la calidad de las telas, Javier deambulaba de un lado a otro de la sala. El maletín que llevaba en las manos le pesaba más que todas las preocupaciones que su cabeza almacenaba, decide posarlo en el suelo, no muy lejos del lugar en el que se encontraba. Las manos no paraban de sudar y el aire que aquella estancia recogía se le hacía cada vez más insuficiente. Quería salir de allí lo antes posible, acabar la reunión de la que pendía su futuro y llamar a sus amigos para tomar unas cañas en aquel bar que tanto frecuentaban. El tiempo pasaba lentamente.
Recuerdo dónde dejé mi vida, mi mundo, mi habitación, en ese lugar concentrado desde el que el universo adopta un tono cálido y frío a la vez, un color azul que se asemeja al tono que tienen las aguas que bañan las playas de los catálogos de las agencias de viajes. Ese lugar que llena de luz lo que recoge, ese lugar que aporta dulzura y firmeza a partes iguales.
Sí, me equivoqué, debía haberos hecho caso, lo reconozco. Tuve que acercarme al borde de la piscina para ver si tenía agua y no lo hice. Me propuse levantar yo sola el mundo, cargar con todo y avanzar, y no puedo, nunca pude.
Una voz adormilada resuena del otro lado del teléfono y se deja mecer por la mía, se deja llevar y me cuenta secretos que, en el mundo real, ése de ahí fuera, no me contaría. Se desgrana punto por punto ayudada de la valentía que le aporta el no saber si realmente está hablando conmigo o la conversación no es más que un sueño.
Cuentan que, hace ya unos cuantos años, hubo una chica que dedicaba su tiempo libre a dibujar ángeles.
Estás en la azotea de un edificio, al borde, de pie, con los brazos en cruz. Una gota de sudor te recorre la nuca y te ayuda a darte cuenta de que aún sigues ahí. El viento mueve tu pelo y te zarandea a su voluntad. Sigues ahí.
Salí a la calle contenta, era mi día y nadie me lo iba a arruinar. Cerré los ojos, inspiré con fuerza y comencé a andar. Me cruzaba con la gente, todos me sonreían porque yo sonreía, aparentemente sin motivo. Me dí cuenta de que eso de que: "de lo que das, recibes" es verdad, si uno va por la vida desprendiendo cosas negativas, obtendrá lo mismo equitativamente.
Parece que fue ayer cuando pisé por primera vez esta ciudad. Recuerdo que cuando vine para quedarme todo se tiñó de un tono grisáceo que a día de hoy sigue, en parte, abrazando el cielo.
Hay demasiadas noches que intentan robarme los días, siempre con mi permiso.
Comienzo para cambiar o cambio para empezar, no lo tengo muy claro.